Unos días afuera, texto de presentación (La Plata, Nov. 2023)
Unos días afuera, de Diego L. García (Pixel editora, 2023)
por Anahí Mallol
Dice Harold Bloom en su extenso trabajo sobre Shakespeare
que Shakespeare ya es nuestra cotidianeidad porque la trama de Romeo y Julieta, o tal vez su phatos, es la esencia misma de la telenovela
de la tres de la tarde, de la última película taquillera, de la última canción
de moda. Los amores imposibles y el ideal del amor hasta la muerte ya no
pertenecen a la tensión de una vida trágica, la de personajes elevados,
pertenecientes a las clases dirigentes, privilegiadas, sino que son la materia
de los sueños de cada uno de nosotres.
La escritura de Diego García parece moverse en un sentido
similar, pero en dirección opuesta: escribe en el borde en que la experiencia
cotidiana está permeada, tal vez formateada- guionada y/o dictada estéticamente
por los cánones de una cultura de masas que ocupa todo el campo de lo visible y
de lo decible, aún de lo imaginable:
casi a la vida igual / el color
exacto de la felicidad en la mirada
a un botón de la mano / ellos sonríen con sus trajes y
sus flores automáticas
en el afiche / él pagará
e irán a casa a mirar sus años
en el tubo brillante
de un mundo perfecto
……
“todo lo que siempre quisiste”
……
“llena tu ojo / llena tus oídos!”
dice el primer poema con el que comienza esta antología,
hecha por el mismo autor, de los seis libros de poemas que lleva publicados
hasta el momento, a los que se suman inéditos.
Los carteles, las publicidades, los films, parece decir,
no sin variaciones, en su trayecto, son como el aire que respiramos, eso que
está siempre ahí, lo que nos configura en cuerpo y mente pero que no vemos
aunque lo tengamos ante nuestros ojos, esa “trampa de ver”, como se titula su
primer libro.
Ante cada experiencia de la vida como ante escenas filmadas
o televisadas Diego García ejerce la fuerza de su mirada y la de su palabra,
pero por momentos se trata de un mundo en que por la misma proliferación de
imágenes, y discursos, estos han dejado de ser símbolos (el bosque de símbolos
que Baudelaire leía en la ciudad moderna) para pasar a ser nada porque ya nada
tiene sentido. La materia de la ilegibilidad se vuelve entonces materia del
inconsciente, a la vez que materia de pura superficie sin revés. Una propaganda
de bronceador, diría Charly.
es tarde.
la noche parece menos confiable. el tráfico
una montaña rusa vista por televisión.
plena ajenidad. como los árboles en sus sueños
las cosas se han ido acomodando
a un servicio estándar y universal
(“Fotografía #10, Lunch Roc-”)
Pero el poeta observa, ve, recorta, fragmentos de esa
materia a-significante, y hace algo con ellos. No se trata del ojo del objetivismo
que ve y recorta un fragmento de realidad, lo agranda, lo muestra y hace de ese
recorte una operación de lectura, mucho menos del realismo sucio que se detiene
en los márgenes deteriorados o en los personajes que merodean esos márgenes.
Se trata más bien, desde la austeridad que hereda del objetivismo
bien leído y digerido de los 80 y los 90 (en la línea de Diario de Poesía entre otros), desde ese tono seco y desapegado, desde
la desfachatez del pop que clama por belleza y felicidad sin conflicto
aparente, de construir el reverso de los cuadros de Lichtenstein, ese pintor del
pop que tomaba escenas de los comics y los agrandaba hasta proporciones inverosímiles
hasta hacerlos decir otra cosa, al mismo tiempo que exponía una maestría
técnica que dejaba huella de los medios de reproducción de la literatura para
masas.
Porque Diego García expone fragmentos, poses de estrellas
de película, micro diálogos, iluminaciones, vestuarios, maquillaje, que van
desde la pantalla hacia lo cotidiano, y que en ese pasaje muestran lo que no se
veía en la superficie impoluta, brillante del aviso publicitario, del cartel o
la réclame: que debajo o detrás del brillo no hay nada. Como si se tratara de
“un western mal guionado”.
La acuidad del gesto que repite la performance, que
intenta acercar una vida insignificante a un gesto de mafioso o de héroe de Hollywood,
no agranda al pequeño personaje, tampoco lo achica o lo ridiculiza: simplemente
Diego García muestra que esa distancia, a pesar de nuestro mundo hiper mediatizado
por imágenes y dispositivos, sigue existiendo o tal vez existe más todavía, y que
esa distancia es un vacío: el que imita el gesto de los medios se vacía de sí,
porque no es nadie más que todos, y la ilusión creada por los medios masivos no
hace sino citarse a sí misma, en el barroco de un género que vive de su
repetición hipertrofiada, pierde la tersura y la brillante de su medio para
pasar a una cotidianeidad que replica el sinsentido del gesto en una “lengua
fuera de foco” que pregunta “hay alguien ahí?”.
En esa distancia se juega una distancia estética fundamental
que García calibra en todo su peso. No se trata ya del realismo (o nunca se
trató de eso) que, parece decir, con su miseria y su ilusión doble atravesó una
etapa muy larga de la creación estética. Aquí se trata de la verdad, nada menos.
No hay que pensar sin embargo que el poeta nos da una
lección o nos quiere llevar a una lectura de profundidad de la poesía, a un
doble fondo que hay que decodificar o interpretar, que es a fin de cuentas otra
de las trampas del realismo (decir que es el autor el que ve más que el
lector). No, Diego García se atiene a un gesto estético que saca de lo mínimo
todo su poder: expone un estado de cosas. La superposición-distancia de estos
dos mundos, el de la vida y el de las pantallas, hace que se señalen
mutuamente, se imbriquen, una y otra en un lenguaje trabajado en el montaje.
Las palabras van y vienen de un universo a otro, se auto implican y dan como
resultado un lenguaje extrañado que cala hondo en la experiencia de lectura y
hace repensar lo dado: el resultado no son exactamente metáforas, porque lo que
hay es otra cosa, que se teje en el contrapunto que señala similitudes y
diferencias, distancias y superposiciones, como cuando dice “hay una fotografía
en el reverso de los actos / que todavía se representan como nuestros. / la
escena de una película americana. siempre de posguerra”.
Es además un hallazgo estético personal que implica al
lector en un esfuerzo de descatalogación de los sentidos dados, del reparto de
lo sensible constituido como lugar común, un temblor o un vaivén. En esa exigencia
de lectura instala esa verdad como captura o insight, como golpe de ojo, o choque con la frase o el verso, al
mismo tiempo que emancipa a su lector: no explica, señala; no denuncia, dice. Ese es el núcleo del trabajo poético. Esa es
la salida también, una singularísima, para la poesía contemporánea
Treinta años después de los famosos 90 Diego García
encuentra la forma de enunciar desde el reverso de esas corrientes con una
relectura del pasado que es una lectura-escritura impresionante del presente.
No hay nada, no hay signos, puede decir, pero al mismo
tiempo arma una potencia poética y recorta un lugar para lo poético ahí donde
la imagen y la palabra parecen estar completamente cooptadas por una cultura de
masas omnipresente, por un capitalismo que se ha vuelto el nuevo realismo con
su propaganda de realidad incontestable.
Una vez más la poesía es el lugar para repensar eso
mediante un trabajo finísimo de montaje, un trabajo hecho con un bisturí de
exactitud que arma las frases como piezas de relojería, alternando lo uno y lo
otro, cortando lo ya dicho en el lugar menos esperado y empalmándolo con otra
cosa para que surja lo nuevo, lo que hay aún para decir.
El lenguaje es austero, mínimo, los versos cortos, y el
corte opera como una pequeña señal de despertar, despertar del sueño inicuo que
es la pantalla que abarca todo. Así funcionan también las pausas que marcan las
barras en cortes intra-versos, para multiplicar la sintaxis y complejizar las frases.
Saltan entonces las chispas de sentido en el sinsentido
de los discursos mediatizados como brotes de verdad en el realismo capitalista,
sobre todo porque la subjetividad también está reducida a mínimo. El recato del
yo se define aquí como un ojo, una capacidad de ver, que es capacidad de enunciar.
Ni poesía del yo ni poesía de los objetos, ni intimidad ni realismo social, ni
privacidad ni política, Diego García construye el tono justo para interpelar lo
contemporáneo, para hacer poesía, para convocarnos una vez más a ser los
humanos que se adueñan de unas palabras propiedad de nadie o de unas máquinas
auto-replicantes, y lo hace así con una poesía fruto de la construcción de
trabajo hecho con honestidad, sin autocomplacencia, sin concesiones. Esta es su verdad en los tiempos de fake news
que corren. Y es inmensa. Es hermosa.
Anahí Mallol. Poeta y ensayista nacida en La Plata, Argentina,
en 1968. Ha publicado once libros de poemas, Postdata (1998), Polaroid (2001), Óleo sobre lienzo (2004), Zoo (2009), Querida Alicia (2011), como un iceberg (2013), Una ciudad (2016), piedras (2018), Diario de la cárcel (2020), Historias de amor no (2021), Tanto hielo cobijó este fuego (bajo el heterónimo de Diotima, 2021) y dos libros de ensayos: El poema y su doble (2003) y La poesía argentina entre dos siglos: 1990-2010. Hacia una nueva lírica (2016). Ha recibido diversos premios del
Fondo Nacional de las Artes y la Fundación Antorchas, entre otros. Poemas suyos
han sido traducidos al francés, inglés, portugués, italiano, alemán, mapuche.
Colabora en revistas de poesía y de crítica literaria nacionales e
internacionales con poemas, ensayos, traducciones. Fue coeditora del sello
SIESTA y miembro de la revista EXTRA.